Sucedió una o dos noches después de haberlo conocido. Tiempo antes incluso de entregarle mi cuerpo por primera vez, dejándole la certeza de que ningún otro hombre volvería a experimentar conmigo lo que nos estaba pasando. En fin, la noche que hoy deseo contar la voy a recordar siempre como una de las más emocionantes y enigmáticas. Estoy segura, aunque falten millones de noches en mi vida, que aquella será siempre una de las más especiales.
Era verano y los dos teníamos poca ropa. Entramos en su habitación y estuvimos sentados un rato en su cama de una plaza conversando de nuestras vidas, porque bueno, nos estábamos conociendo. La ventana de su cuarto daba al balcón y se escuchaba el ruido que venía de la calle, los autos, la gente, el viento. Nada en el mundo me parecía mas hermoso que su cara, su cuerpo finito y alargado, sus ojos grises achinados, sus facciones marcadas y su boca con labios ni muy finos ni muy gruesos, lo suficientemente húmedos como para querer beber de ellos. Nada era más urgente que besarlo y ese placer me lo había ganado hacía unos días.
No se cuando se recostó de espaldas en la cama pero lo cierto es que me agarró las manos y me empujó suave contra él. No había cosa que pudiera disfrutar más que jugar con su lengua y sus labios y respirtar tan juntos. Pero entonces abrí mis ojos. Esperé que entreabriera él los suyos y entonces abrí más los míos hasta dejarlos enormes. Abandoné su boca y me quedé quieta, a unos centrímetros de su cara suave. En ningún momento le aparté la mirada y me causaba un placer inmenso mirarlo tan fijamente. Todo lo que pudiera estar pasando alrededor ya no existía. Ni su boca, ni sus manos, ni su cuerpo sobre el que estaba acostada. Me pidió que deje de mirarlo así pero yo no pude. Era como si mis ojos estuvieran funcionando separadamente de mí y como si mi mente se hubiese quedado en blanco. Sin embargo el resto de mi cuerpo se sentía cada vez más satisfecho de mirar penetrante sus ojos y nada podía cambiarlo. Cada vez su corazón se aceleraba más y después un poco más y después otro poco. Y cada vez mis ojos, así de grandes como estaban, abiertos enteramente como una amapola, se hundían en sus pupilas. Me sentía como flotando en el aire y no era exactamente felicidad eso, sino que por momentos dolía tanto mirarlo que se me helaba el cuerpo. Y después nuevamente el placer no podía ser más grande, pero otra vez, unos instantes más tarde, el dolor me dejaba sin aire.
Mirarnos así era desnudarnos sin tocarnos, sacarse todas las envolturas que lleva el cuerpo, hasta era sacarse la piel y sacarse la mente. Ninguno hablaba, y creo que la sensación era tan extraña que hasta estábamos sintiendo miedo. Incluso a los dos se nos soltaron lágrimas, pero ni siquiera nos salía secárnoslas. Hasta que como si por arte de magia todo se hubiese acabado, cerré los ojos y me recosté enteramente sobre él, abrazándolo muy fuerte y diciéndole que ni yo sabía bien qué era lo que había pasado.
Sea lo que sea que significara hacer el amor, aquello también lo había sido. Y prefiero pensar que fue esa mi primera vez, la más especial que me podría haber sucedido. Aquella en la que acaricié a un hombre con los ojos, tan profundamente que me besó y le besé todo eso que nada tiene que ver con el cuerpo.
(Octubre 2005)